viernes, 30 de mayo de 2014

EL MONJE QUE VENDIO SU FERRARY



 







Para mi hijo  Colby,
Por hacerme pensar día a día
 En todo lo bueno de este mundo.
 Dios te bendiga.

AGRADECIMIENTO

El monje que vendió su Ferrari  ha sido un proyecto muy especial que ha visto a luz gracias al esfuerzo de gente que también muy especial. Estoy profundamente agradecido  a mi magnifico equipo de producción y a todos aquellos que han hecho que este libro sea una realidad  en especial a mi familia sharma Leadership Internacional. Vuestro compromiso y sentido del éxito me conmueve de veraz.
Gracias especiales:
A los millares de lectores de mi primer libro, MegaLiving!, que tuvieron la bondad de escribirme y compartir sus historia de éxito o asistir a mis seminarios. Gracias por su apoyo y su cariño. Ustedes son la razón de que yo haga lo que hago.
A Karen Patherick, por sus inalcanzables esfuerzos para que este proyecto cumpliera los plazos previsto. Mi amigo de adolescencia John Samson, por tus perspicaces comentarios sobre el primer borrador, y a Mark  Klar y Tammy y Shareef por vuestra valiosa aportación al manuscrito.
A  Úrsula  Kaczmarczyk, del departamento de justicia, por todo el apoyo.

A Kathi Dunn por el brillante diseño de la cubierta. Creía que nada podía superar  a Timeless Wisdom for Self-Mastery. Me equivocaba.
A Mark Victor Hasnden, Rick Frishman, Ken Vegotsky, Bill Oultun y como no, a Satya Paul Krishna Sharma.
Y, sobre todo,  a mis maravillosos  padres, Shiv y Shashi Sharma, que me han guiado  y ayudado desde el primer día, a mi hija, Bianca  por su presencia y a Alka, mi esposa y mejor amiga. Todos vosotros sois la luz que iluminan mi camino.
A Iris Tuphulme, Claude Primeau, Judy Brunsek, Carorl Bonet, y al resro del extraordinario equipo de Haper Collis  por sau energía, entusiasmo y fe es este libro. Gracias muy especiales a Carson, presidente de Haper Collis, por ser el primero en ver el potencial de esta obra, por creer en mi y hacerlo posible.

La vida, para mi, no es una vela que se apaga. Es más bien una esplendida antorcha que sostengo en mis manos durante un momento, y quiero que arda con la máxima claridad posible antes de entregarla  a futuras generaciones.
GEORGE BERNARD HAW
UNO-EL DESPERTAR

Se derrumbo en mitad de una atestada sala  de tribunal. Era uno de los más sobresalientes abogados procesales de este país. Eran un hombre tan conocido por los trajes Italianos de tres mil dólares que vestía  su bien alimentado cuerpo por su extraordinaria carrera de éxitos y profesionales. Yo me quede allí de pie, conmocionado por lo que acababa de ver. El gran Julián Mantle  se retorcía como un niño indefenso postrado  en el suelo, temblando, tiratando y sudando como un mecánico.
A partir de allí todo empezó a moverse  como a cámara lenta. “Dios mío – grito su ayudante, bríndanos con su emoción un cegador vislumbre de lo obvio- Julia esta en apuros ¡” La jueza , preza del pánico, mustio alguna cosa en el teléfono privado que había instalo por si surgía  alguna emergencia. En cuanto a mi, me quede allí parado sin saber que hacer.  No te me mueras ahora, hombre, rogué. Es demasiado pronto para que te retires. Tú no mereces morir de esta forma.
El alguacil, que antes había dado la impresión de estar embalsamado de pie, dio un brinco y empezó a practicar al héroe caído la respiración asistida. A su lado estaba el ayudante del abogado (sus largos risos  rozaban la cámara amoratada  de Julián), ofreciéndoles suaves palabras  de animo, palabras que sin duda el no podía oír.
Yo había conocido a Julián Mantle hace diecisiete años, cuando uno de sus socios me contrato como interino durante el verano siendo yo estudiante de derecho. Por aquel entonces Julián lo tenia todo, era un brillante, apuesto y temible abogado  con delirio de grandeza, Julián era la joven estrella del bufete, el gran hechicero. Todavía recuerdo una noche que estuve trabajado en la oficina y al pasar en frente a su regio despacho divise la cita que tenia enmarcada en su escritorio de roble macizo. La frase pertenecía a Winston Churchill y evidenciaba que clase de hombre era Julián.
Estoy convencido de que este día somos dueños de nuestro destino, de que la tarea  que se nos ha impuesto  no es superior a nuestras fuerzas, que sus acometidas no están por encima de lo que soy capaz de soportar. Mientras tengamos fe en nuestra causa y una indeclinable voluntad de vencer, la victoria esta a nuestro alcance.
Julián, fiel a su lema, era un hombre duro, dinámico y siempre noticia de primera pagina.  Los ricos y los famosos se arrimaban a el  siempre que necesitaba los servicios de un soberbio estratega con un deje de agresividad.  Sus actividades extracurriculares también eran conocidas: las vistas nocturnas a los mejores restaurantes  de la ciudad  con despampanantes top-models, las escaramuzas etílicas con la bulliciosa banda de brókers que el llamaba su –equipo de demolición- tomaron aires de leyenda entre sus colegas.
Todavía no entiendo por que me eligió a mi como ayudante para aquel sensacional caso de asesinato que el iba a defender   durante ese verano. Aunque me había licenciado en la facultad de derecho de Harvard, su alma mater, yo no era ni de lejos el mejor interino del bufete y en mi árbol genealógico no había el menor rastro de sangre azul.  Mi padre se paso la vida como guardia de seguridad en una sucursal bancaria tras una temporada en los marines. Mi padre creció anónimamente en el Bronx
El caso es que me prefirió a mi antes que a los que habían cabildeado calladamente para tener el privilegio de ser su factótum legal en lo que se acabo llamado –el no va mas de los procesos por asesinato-.  Julián dijo que le gustaba mi –avidez-.  Ganamos el caso, por supuesto, y el ejecutivo que había sido acusado de matar brutalmente a su mujer estaba ahora en libertad (dentro de le que le permita  su desordenada conciencia, claro esta).
Fue mucho mas que una clase sobre como plantear  una deuda razonable allí donde no la había;  eso podía hacerlo cualquier abogado que se preciara de tal. Fue mas bien una lección sobre la psicología del triunfo y una rara oportunidad de ver a un maestro en acción. Yo me empape de todo como una esponja.
Por invitación de Julia, me quede en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciamos una amistad duradera. Admitió que no era fácil trabajar con el. Ser ayudante solía convertirse en un ejercicio de frustración, lo que comportaba mas de una pelea o gritos a altas horas de la noche. O lo hacías a su modo o te quedabas en la calle. Julián no podía equivocarse nunca. Sin embargo bajo aquella irritable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por los demás.
Aunque estuviera muy ocupado, el siempre preguntaba por Jenny, la mujer a quien sigo llamando –mi prometida-pese a que nos casamos antes de que yo empezara a estudiar leyes.  Al saber por otro interino que yo estaba pasando a puros económicos, Julián se ocupo de que me concedieran una generosa beca de estudios.   Es verdad que le gustaba ser impecable con sus colegas; pero jamás dejo de lado a un artigo. El verdadero problema era que Julián estaba obsesionado con su trabajo.
Durante los primeros años justificaba su dilatado horario afirmando que lo hacia –por bien del bufete-  y que tenia previsto tomarse un mes de descanso –el próximo invierno-  para irse a las islas  Caimán. Pero el tiempo pasaba y, a media que existía su forma de abogado brillante, su cuota de trabajo no dejaba de aumentar.  Los casos eran cada vez mayores y mejores, Julián, que era de los que nunca se amilanan, continuo forzado la maquina. En sus escasos momentos  de tranquilidad, reconocida que no era capaz  de dormir mas de dos horas  seguidas sin despertar  sintiéndose culpable  de no estar trabajando en un caso.  Pronto me di cuenta de que Julián le consumía la ambición: necesitaba mas prestigio, mas gloria, mas dinero.
Sus éxitos, como era de esperar, fueron en aumento.  Consiguió todo  cuanto la mayoría de la gente puede desear: una reputación profesional  de campanillas de ingresos  millonarios, una mansión espectacular  en el barrio preferido de los famosos, un avión privado, una casa de vacaciones  en una isla tropical y su mas preciada precisión: un reluciente Ferrari rojo aparcado de su camino.
Opciones del adversario, ahora derrochaba un sarcasmo mordaz que ponía aprueba la paciencia de unos jueces  que antes le consideraban  un genio del derecho penal.  En otras palabras, la chispa de Julián había empezado a fallar.
No era solo su frenético ritmo vital lo que le hacia candidato a una muerte prematura.  La cosa iba más allá, parecía un asunto  de cariz espiritual.  Apenas pasaba un día sin Julián  me dijese que ya no se apasionaba  por su trabajo, que se sentía rodeado de vacuidad, decía que de joven había disfrutado  con su trabajo, pese a que se había visto  abocado a ello por los intereses  de su familia. Las complejidades  de la ley y sus retos intelectuales le habían mantenido lleno de vigor. La  capacidad de la justicia para influir en los cambios  sociales le había motivado e inspirado.  En aquel entonces, el era mas que un simple chico rico de Connecticut. Se veía así mismo como un instrumento de la reforma social, que podía utilizar su talento para ayudar a los demás.  Esa visión dio sentido a su vida, le daba un objetivo y estimulaba sus esperanzas.
En la caída de Julián  había algo más que una conexión oxidada con su modus vivendi. Antes de que yo empezara a trabajar en el bufet, el había sufrido una gran tragedia.  Algo realmente monstruoso le había sucedido, según decía uno de sus socios,  pero no conseguí que nadie me lo  contara.  Incluso el viejo Harding, celebre por su locuacidad, que pasaba más tiempo  en el bar del Ritz-Carlton que en su amplio despacho, dijo que había jurado guardar el secreto. Fuera este cual fuese, yo tenia la sospecha de que, en cierto modo, estaba contribuyendo  al declive  de Julián.  Sentía curiosidad, por supuesto, pero sobre todo quería ayudarle. Julián no solo era mi mentor, sino mi amigo.
Y entonces ocurrió: el ataque cardiaco devolvió a la tierra al divino Julián Mantle  y lo asocio de nuevo a su calidad  de mortal. Justo en medio de la sala numero siete, un lunes por la mañana, la misma sala de tribunal  donde el había ganado el –no va mas los procesos por asesinato-.
Si me percate de las señales de una caída inanemente fue,  no por que mi percepción  fuera mayor que la del resto  del bufete, sino simplemente porque yo era  quien pasaba mas horas con el. Siempre estábamos juntos  porque siempre estábamos trabajando, y a un ritmo que no parecía menguar. Siempre había otro caso  espectacular en perspectiva. Para Julián los preparativos nunca eran suficientes. ¿Qué pasaría si el juez hacia tal o cual pregunta, no lo quisiera Dios? ¿Qué pasaría si nuestra investigación  no era del todo perfecta? ¿y si le sorprendieran en mitad de la vista  como al ciervo segado  como el resplandor  de unos faros? Al final, yo mismo me vi metido  hasta el cuello en su mundo  de trabajo. Éramos dos esclavos del reloj, metidos en la sexagésimo cuarta planta de un monolito de acero y cristal mientras la gente  cuerda estaba en casa con sus familias, pensando que teníamos al mundo agarrado  por la cola,  cegados por una ilusoria  versión del éxito.
Cuanto más tiempo pasaba con Julián,  mas me daba cuenta  de que se estaba hundiendo progresivamente.  Parecía tener un deseo de muerte. Nadan le satisfacía.
Al final su matrimonio fracaso,  ya no hablaba con su padre  y, aunque lo tenia todo, aun no había encontrado  lo que estaba buscando. Y eso se le notaba  emocional,  física y espiritualmente.
A sus cincuenta y tres años, Julián tenía aspecto de septuagenario. Su rostro era un mar  de arrugas, un tributo nada glorioso  a su implacable  enfoque existencial en general y al tremendo  estrés  de su vida privada. Las cenas a altas horas  de la noche un cognac  tras otro,  le habían dejado más  que obeso.
Se quejaba constantemente de que estaba enfermo  y cansado de estar enfermo y cansado. Había perdido el sentido  del humor   y ya no parecía  reírse  nunca. Su carácter  antaño  entusiasta  se había vuelto mortalmente taciturno. Creo que su vida había perdido el rumbo.
Lo más triste, quizá, fue que Julián había perdido  también su pericia profesional.  Así como antes asombraba  a todos los presentes con sus elocuentes y herméticos alegatos,  ahora se demoraba horas hablando,  divagando sobre oscuros casos que poco o nada tenían que ver con el que se estaba viendo. Así como antes reaccionaba graciosamente a las.


       
  



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